Uno jamás puede ser la vergüenza desnuda del tiempo que se ahoga sobre las aguas de lo remoto ni su orilla.
El presente navega fuerte cual racimo de navíos a pesar de que, igual que a todos, me forjará la vacuidad de mi consciencia la parca un día en un futuro (siempre inmediato) de naufragios: luz oscura.
El pasado: sencilla inmediatez de inexistencias,
la irrealidad y el ancla de un otoño fallecido.
El recuerdo es simple bruma y no reflota ya nunca sueños ni algodones pero tampoco espinas de pescado o pesadillas.
Me dio más miedo suicidarme en mi ventana y ya no existe.
Aquella noche lo único que empezó a hundirse fue mi ego individualista que en tantos flota a la deriva.
Las crestas tibias del mar para quien supo nadar (y no prosigue metáfora inmediata) en la locura fueron en verdad más susto en los demás que poema, huesos, tierra o noche fría.
¿A quién podemos entonces culpar de la obra, al autor o a la misma vida?
Se es.
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