Abandonado a la orilla de una desoladora carretera sumergido en ráfagas de luces y en olor a viento podrido que se diluye entre rugidos metálicos huecos.
Un endeble temblor bajo su pies permite, por decirlo de algún modo, a sus tímpanos palpitar en forma de espiral ciega vomitando sobre sí.
Comprender el porqué de tanta angustia sobre aquel asfalto no es tarea fácil sin estar sujetando sus huesos, tampoco sin ser la consciencia que mueve sus desorbitados ojos tan anhelantes como desquiciados y perfumados del más desgarrador de los dolores: el del ánimo.
Allí está esperando un transporte tempranero que le dirija a ninguna parte. Y allí mismo reside huérfano de Mar en un amplio espacio que le deja el desazón de que nada va a conducirle a ningún tiempo.
El coste de la ansiada libertad jamás acepta un trueque justo ni un billete de retorno.
Qué hicieron mal con él se cuestiona o mejor dicho siente en todo su ser. ¿Qué hizo mal? Si es que el mal existe.
Él se siente la deuda que el mundo contrajo consigo mismo.
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